Hoy mismo me llegaba un artículo reciente de El País escrito por dos veterinarios relacionados con el mundo del toro que me ha dado vergüenza ajena. La tauromaquia es uno de esos temas que me desgarran por dentro, literalmente. Mi instinto me dice que huya. Sufro demasiado con estas cosas. Pero la madurez me ha hecho ver que huir no es la solución. Hay que luchar. Siempre, aunque uno esté muriendo. Los cambios nunca son fáciles, pero por algún sitio hay que empezar. Ese artículo no se va a librar de una buena disección. Pero de momento, dejo mi otro antecedente en el veganismo: mi opinión sobre la muerte de uno de esos toros criados solo con una finalidad, la de saciar la sed de violencia de algunos seres humanos. 15-7-2016 Normalmente no hablo de estos temas, porque no tengo ganas de meterme en berenjenales. Una ya tiene una edad y prefiero tomarme las cosas con calma. Pero esta vez voy a hacer una excepción y voy a contar lo que pienso sobre la que se ha montado con respecto a la muerte de un torero. Eso sí, voy a desactivar los comentarios porque no me apetece discutir con nadie. Si eres lo suficientemente curioso y te has leído las entradas más antiguas de mi blog, te habrás dado cuenta de que soy vegetariana. Bueno, ya no, ahora soy vegana. En mi casa aún entra algún derivado lácteo, porque mi novio es vegetariano y aún no se ha decidido a dar el paso al veganismo. No le puedo culpar. Él decidió dejar de tomar carne hace algo menos de un año y por razones de salud, no como yo, que voy mucho más allá. Él tiene la suerte de que ahora la oferta vegetariana y vegana en nuestra ciudad es mucho más amplia de lo que era allá por los años 90, cuando yo decidí que no iba a tomar más carne y me fui a un Mc.Donald’s cien por cien segura de que aquella iba a ser la última hamburguesa (cárnica) de mi vida. Lo he cumplido. Pero por un tiempo cometí el error que cometen muchos vegetarianos principiantes. En aquella época había mucha menos información que ahora, no existía internet, nadie sabía lo que era el seitán y la soja sonaba a algo chino. Las leches vegetales tampoco existían o te costaban un riñón. Como consecuencia mi dieta no era todo lo sana que debería. Con el tiempo he ido aprendiendo y mi novio, que aun siendo carnívoro comía más fruta que yo, fue una gran ayuda para llegar a donde estamos ahora. En cuanto he averiguado cómo sustituir huevos y algún que otro alimento de origen animal en lo que como, y en cuanto se me han ido todos los miedos sobre el peligro de sufrir ciertas deficiencias vitamínicas, por fin pude dar el paso definitivo. Y por mi parte ojalá lo hubiera hecho antes... El veganismo no tiene que ver mucho con la tauromaquia, por desgracia. Pero hablo de ello porque a los veganos/vegetarianos, con el tiempo, nos crece una pátina por todo el cuerpo hecha a partir de comentarios absurdos, ataques personales, juicios sobre nuestra forma de alimentación y miradas de lástima porque nos consideran o bien personas demasiado sensibles (o sea, ñoñas) o bien que te ha dado un ataque de locura transitoria o algo y ya se te pasará, por eso tu padre no deja de preguntarte todas las noches si no quieres filete, a pesar de que ya le has dicho más de mil veces que no, que ya no comes ningún bicho muerto. Al principio todo esto te irrita bastante, pero como digo luego te empieza a salir una pátina por la que te resbala todo. Los que hayan pasado por esto saben que los veganos/vegetarianos somos probablemente el nicho de población que más sabe de alimentación sana. Y día tras día, en cualquier conversación casual que surge en la oficina, con familiares o con amigos, tienes que escuchar miles de sandeces y sonreír en silencio, a no ser que decidas correr el riesgo de responder y verte enzarzado en una discusión sin sentido que puede durar horas. Esta es una de las razones por las que me hace bastante gracia ver cómo los toreros se ofenden tanto cuando reciben ataques verbales de animalistas... que para dejarlo claro desde ya, ni los comparto ni los justifico, pero creo que hay cosas bastante peores que los insultos. Pero vayamos más atrás en el tiempo... Me cuesta bastante imaginarme cómo es que en cierto momento de su vida un niño decide que quiere ser torero. He leído algunos comentarios en redes sociales que aseguran que en muchos casos son los padres los que empujan a ese niño a entrenarse para ello, ávidos de fama y dinero, como en muchos otros casos de explotación infantil que se dan por ejemplo en el cine. La verdad es que no me extrañaría, porque quiero creer que un niño no es violento por naturaleza, mucho menos contra un ser vivo indefenso. Un niño crece repitiendo lo que ve, absorbiendo lo que le cuentan, creyendo que los adultos siempre dicen la verdad. Dicen que la tauromaquia es una tradición en España y por eso no debería desaparecer. Sí, en mi familia los toros se veían. Por fortuna no en directo, porque vivo en una gran ciudad y mis padres tampoco fueron nunca grandes aficionados, pero recuerdo como si fuera ayer cómo mi madre, a eso de las 5, venía toda contenta y decía: «¡Hoy hay corrida! Corre, ven, vamos a ver los toros...» Debe ser que los adultos piensan que a todos los niños nos gustan los animalitos... sí, nos suelen gustar. Vivos. Yo, no sé con qué edad, tal vez cinco, seis años, en esa época en la que solo había dos cadenas de televisión, TVE1 y TVE2, me sentaba en el suelo con la merienda. Escuchaba las trompetas o como se llamen, veía los trajes de luz y los capotes, los caballos, las banderillas... el brillante espectáculo que tanto parece atraer a los turistas. Poco después preguntaba a alguien cómo se llamaban esos palos tan afilados que le clavaban al toro, y para qué le hacían eso. Pero no sé si me escuchaban, entre tanto «¡Olé!» y tanta «maestría». Y cuando la sangre llegaba y veía jadear al toro me empezaba a preguntar dónde estaba la diversión aquí, dónde estaba el arte, si el animal no se podía ni defender y empezaba a suplicar con su mirada que acabaran de una vez. Mis ojos no podían despegarse de la pantalla mientras mi madre no dejaba de repetir palabras extrañas como «puya» o «puntilla», pero sin duda lo peor era ver aquella larga espada atravesar al pobre animal y verle desplomarse, para acto seguido ser testigo de cómo era arrastrado ya convertido en una masa informe de carne, dejando un rastro de sangre en la arena. Para entonces ya apenas veía algo, porque mis ojos estaban arrasados de lágrimas y no quería que me vieran llorar. Dicen que no deberían poner corridas en horario infantil. Yo creo que discrepo. La solución no es ocultar la verdad a los niños. Más bien al contrario: yo les pondría corridas de toro y también les llevaría a mataderos. Eso sí, les explicaría por qué ninguna de las dos cosas está bien... aunque no haría falta porque ya lo estarían viendo con sus propios ojos, y yo no intentaría lavarles el cerebro como hacen esos padres que he mencionado antes. A mí no me produjo ningún trauma psicológico ver corridas. Solo me hizo ser consciente repentinamente del mundo tan cruel en el que había nacido. Por más que pensaba, no conseguía comprender lo que había visto. Según me fui haciendo mayor la incomprensión y el leve aturdimiento se convirtieron en lástima, en resignación, en asco, en vergüenza, en furia. Protestábamos en alto mi hermano pequeño y yo, decíamos que no nos gustaban los toros, y mi madre parecía algo triste porque no compartíamos su afición, pero ahí seguía ella pegada cada vez que había corrida, y nosotros teníamos que irnos de la habitación para no tener que contemplar el salvaje espectáculo. Yo hacía números: seis toros por corrida, ¿cuántos toros son esos, en cada pueblo, en cada fiesta, en toda España? Me pasa hoy algo similar cuando veo todos esos jamones colgados en las jamonerías, cuando pienso: «¿Cuántos cerdos habrán matado para hacer todos estos jamones?» No son miles. Son miles de millones. Pero eso a nadie parece importarle, salvo a gente «sensiblera» como yo. Por esa época a mí tampoco me importaba lo de comer carne, es cierto. Me contaron que la carne era necesaria para vivir, y yo me lo creí. Después de todo, en el supermercado las bandejas de animal muerto no tienen ojos, ni suave pelaje que acariciar, ni tampoco te cuentan de dónde viene, cuánto chillaba cuando le degollaron o cómo le arrancaron con un mes o dos de edad de las tetas de su madre. Tampoco te imaginas cómo hacen el chorizo o la chistorra. En todas las comidas había carne: filete de ternera, filete de pollo, libritos de cerdo con queso, lenguado, gallo, calamares, pollo asado los fines de semana... Me resulta muy curioso cuando la gente me dice que la comida vegetariana no sabe a nada. Nunca he visto nada tan tieso e insípido como un filete de ternera, incluso empanado como los que llevábamos a la Casa de Campo. No hay mucha diferencia con una suela de zapato. Pero como es eso a lo que estás acostumbrado, no pones pegas. El verdadero cambio comenzó cuando llegué a la Facultad de Veterinaria y comencé a diseccionar perros muertos en las clases prácticas de Anatomía. Me di cuenta de que los músculos que cortaba eran exactamente iguales a los filetes de ternera. Y el olor a formol se te metía en la nariz y ya no te abandonaba durante días. Cada vez que comía un filete, me acordaba del perro muerto que nos había tocado en nuestro grupo, el perro que teníamos que sacar de la piscina de formol entre tres o cuatro (según el tamaño del perro) para estudiar de qué estaba compuesto. El pobre perro —que según la leyenda eran seguramente perros callejeros a los que habían inyectado una sustancia en las venas— se iba convirtiendo en un amasijo de músculos, ya sin fascias y sin piel, y cuando ya no quedaba nada de él, supongo que lo llevaban a incinerar. Nos contaron que era necesario para que aprendiéramos, y yo me lo creí. En el examen práctico me preguntaron por el nervio músculo-cutáneo. No recordaba que nadie me lo hubiese señalado en el cadáver del perro, y hoy en día sigo preguntándome dónde coño está. Y puedo asegurar que en los tristes diez años que trabajé en mi profesión jamás he necesitado saberlo. Ni tampoco cuántos lóbulos tiene el hígado ni dónde se inserta cada músculo. No importa mucho, porque por lo visto muy pocos se preguntan cuántos perros callejeros son aniquilados para servir a la ciencia. Yo dejé de comer filetes de ternera por aquel entonces, al tiempo que muy ocasionalmente me quedaba en el comedor de la facultad (nunca a comer) y observaba apesadumbrada que todos allí seguían comiendo sus filetes y sus cocidos con todo tipo de huesos, sin ningún tipo de remordimiento, sabiendo lo que sabían. Que sí, todos ponían cara de pena cuando había que diseccionar una trucha, una gallina o un gato, y siempre era el mismo valiente el que se decidía a meter el bisturí, pero luego bien que seguían comiendo carne como campeones. Yo, poco a poco y sin que se notara mucho, empecé a dejar de comer otros tipos de filete. Creo que primero fue el cerdo, luego el pollo... pero seguía comiendo croquetas de jamón, empanadillas de atún, y pescado de vez en cuando, no sea que cogiera alguna anemia. Como los peces no son mamíferos parece que dan algo menos de lástima, pero la sangre es la misma, la crueldad también. Ah, y por cierto, sí, son carne también. En segundo de carrera, un día llegó el catedrático de Anatomía y nos contó con todo lujo de detalles, desde el punto de vista fisiológico y anatómico, lo que supone la lidia para un toro. Aunque sea difícil de creer, entre los propios veterinarios hay gente aficionada a la lidia, y por aquel entonces creo que había cierta controversia porque había algunas voces (no recuerdo si veterinarios o no) que decían que los toros no sienten el dolor ni sufren durante la corrida. Cojones que no. La clase fue la contundente respuesta a esa afirmación sin sentido. Nos habló de los desgarros musculares que producen las banderillas en la cruz del toro, de la longitud de los arpones, los cuales se hunden en los músculos y se van moviendo arriba y abajo con cada paso del toro, de modo que se produce una carnicería absoluta, dando lugar a que poco a poco se descuelgue la caja torácica y le cueste cada vez más respirar. Nos habló de cuál es el punto por donde tiene que entrar el estoque, cuyo fin es lesionar los grandes vasos de la caja torácica, pero lo normal es que acaben provocando lesiones en nervios laterales a la médula, produciendo aún mayor dificultad respiratoria. El descabello se hace con una espada similar al estoque, pero se introduce entre la primera y segunda vértebra cervical, lo que da lugar a la tetraplejia. No, cuando el animal se desploma no es porque esté agotado y ya no pueda más. Es porque lo han dejado paralítico. Eso si se hace limpiamente. Si no, tienen que seccionarle la médula a mano, o para ser más exactos, el bulbo raquídeo, que es justo lo que queda por encima, con la puntilla. Pero aun después de eso, el toro no muere inmediatamente, al contrario de la creencia popular. La muerte es por asfixia. Puede permanecer consciente unos minutos más, sintiendo cómo lo arrastran. Si quieres aún más detalles, consulta esta página. O esta, sí aún dudas si el toro sufre o no. Sin embargo, el golpe definitivo que me hizo vegetariana ya para siempre fue cuando en cuarto de carrera fuimos a visitar una industria cárnica y un matadero. Me río de los documentales que sacan ahora sobre cómo se hace el jamón de York o la mortadela. Verle la cara a mi novio no tiene precio, eso es verdad, igual que decirle: «Chavalito, que eso ya lo vi yo hace años... en vivo y en directo. ¿Por qué te crees que me hice vegetariana?» Saber de qué está hecho en realidad el «saníssimo» pavo en lonchas sin pizca de grasa te cambia la percepción de las cosas. Tener una asignatura que se llama «Nutrición animal», que tú piensas «Qué guay, me van a enseñar cómo alimentar correctamente a un perro» y luego te encuentras con que en realidad te van a enseñar cómo cebar a los cerdos para que se puedan matar a los dos años y qué antibióticos tienes que echar al pienso para que crezcan más rápidamente, eso también te cambia. Pero lo que te abre de verdad los ojos es ver en directo el rito Halal, o sea, la manera que tienen los musulmanes de matar a las vacas, que consiste en meterlas vivitas, coleando y generalmente mugiendo de puro miedo en una máquina que les deja la cabeza fuera, darles la vuelta, y pasarles una cuchilla por el cuello para que se desangren, así sin anestesia ni aturdimiento ni hostias. Y a esto lo llaman «sacrificio humanitario». Y encima es legal, porque si no los musulmanes no pueden comer carne de vaca, por cuestiones religiosas. Aún así, que quede claro que matar no es nunca humanitario, sea cual sea el método que elijas para hacerlo. Sin embargo, en esta vida creces lleno de contradicciones. Primero te dicen que matar es malo y que no debes hacerlo. Pero luego vienen las excepciones. «Bueno, si tienes que comer, sí puedes hacerlo.» Esto te lo dice gente que jamás ha pisado un matadero y piensa que el pollo que se está comiendo ha sido sacrificado «humanitariamente» y con su consentimiento, dando su vida con toda generosidad para que él pueda vivir. Y mientras te ves obligado a vivir en esta sociedad «tan civilizada» en el que la gente realmente disfruta comiendo cochinillos —que por si alguien no lo sabe, son crías lactantes de cerdo (o sea, bebés), uno de los animales más parecidos fisiológicamente al hombre—, chuletas y demás, y no parece que les suponga ningún conflicto moral, porque claro, la carne es imprescindible para sobrevivir, entonces llega un día en el que un torero muere por una cornada en el corazón. Un torero. En 25 años. La gente que está en contra de las corridas de toros dice abiertamente lo que piensa. Y los toreros se indignan. «Qué monstruos son los animalistas, que se alegran de la muerte de un ser humano, que ponen por encima la vida de los animales antes que las personas. Qué mal está el mundo... Pues no, no nos van a prohibir que sigamos haciendo lo que hacemos.» Y sin saber cómo, el foco de atención se desplaza a la falta de educación de los animalistas, sin que ni uno solo de los toreros admita que la muerte de un torero solo es culpa de ellos mismos, gracias a que en pleno siglo XXI sigue existiendo tal aberración como es la tauromaquia. Los verdugos se convierten súbitamente en pobres víctimas vilipendiadas por esos desalmados sensibleros que defienden a los animales que Dios creó para morir en las plazas, porque si no estarían extinguidos, todo el mundo lo sabe. Panda de irracionales... En este punto tengo que decir que yo no me alegro de la muerte de un torero. Tampoco me alegré cuando murió Paquirri, algo que aún tengo grabado en la retina porque también lo vi siendo una niña, algo que toda España vivió también casi en directo, en aquellos tiempos en los que solo podíamos elegir entre TVE1 y TVE2. Pero si he de ser sincera, tampoco me entristece. Es parecido a cuando un alpinista muere subiendo el Everest. Sabe a lo que se arriesga, nadie le obliga a subir al Everest. Aunque, ahora que lo pienso... sí, la muerte de un alpinista sí que me entristece. La diferencia es que al menos el alpinista no está haciendo daño a nadie. No es que nadie se merezca morir por ser mala persona, eso tampoco, o estaríamos todos en el corredor de la muerte por una razón u otra... pero lo que es innegable es que el torero ha hecho daño, mucho daño. En su haber lleva una ristra de animales a los que asesinó vilmente, en inferioridad de condiciones, con alevosía, haciendo sufrir. Lorenzo solo quería vivir, solo pretendía defenderse. Es entonces cuando me pongo a hacer números de nuevo: si un torero mata a seis toros por corrida, ¿cuántas vidas se ha llevado por delante? Pero eso no le importa a nadie, porque las vidas animales no cuentan, ¿verdad?... aunque sí se apresuran a maldecir y a llamar asesino al pobre toro. Esta vez fue Lorenzo, el de la foto, la verdadera víctima, por eso le he dedicado a él esta entrada. La verdad es que no sé por qué le ponen nombre, cuando ni siquiera le consideran «alguien», cuando en las ganaderías todos llevan un número que les cosifica. Es como otra terrible burla de aquellos que se creen superiores al resto de seres vivos. Porque sí, señores, la vida humana NO es superior a la vida animal. Sé que cuesta aceptarlo, cuando vivimos en una sociedad antroponcentrista como la nuestra. Pero es la realidad. Como he leído alguna vez respecto al veganismo: los veganos no nos consideramos superiores a nadie, precisamente somos veganos porque no nos consideramos superiores a los demás. Y sí, señores toreros: alguien que se pasa la vida matando a otros seres vivos por pura diversión no se merece ningún respeto, ni siquiera en la hora de su muerte. El torero al que no he nombrado no merece ser recordado de ninguna manera, igual que tratamos de olvidar a los protagonistas de la historia infame de nuestro país. Tampoco está bien alegrarse del sufrimiento de sus familiares, pero la verdad es que moralmente creo que es mucho peor dedicarte a torturar animales y sentirte orgulloso de ello, por muy aceptado que esté en determinados círculos que además se lucran económicamente gracias a todos los que van a las corridas ávidos de morbo, sangre y sufrimiento ajeno. Después vienen los comentarios estúpidos que tan hartos estamos los veganos/vegetarianos de leer. Acusaciones de unos a otros tratando de justificar un comportamiento que saben que está mal, en distintos grados, pero aún así saben que no cambiarán. Los que defienden los toros atacan a los que están en contra de los toros. Algunos que están en contra de los toros y además son coherentes con sus pensamientos y son veganos/vegetarianos, condenarán la hipocresía de los que están en contra de los toros pero son carnívoros. Sí, algunos condenan la tauromaquia pero siguen comiendo carne, como si morir en un matadero fuera menos tortura que morir en una plaza. Es una de esas contradicciones de la vida. Yo también considero que es una hipocresía, pero eso es algo que no puedes decir muy alto, y de todas formas comprendo que cada uno lleva su ritmo, igual que yo he estado años comiendo yogur y queso cuando podía haberlo evitado. Así que la tolerancia debe estar siempre presente, por mucho que nos duela y nos frustre no poder cambiar las cosas YA. Solo podemos protestar, escribir entradas como esta, contribuir con nuestras pequeñas acciones a construir ese mundo que queremos, en la medida de nuestras posibilidades. El odio nunca lleva a ninguna parte. Quiero pensar que muchos continúan comiendo carne porque no son conscientes de la realidad, que aún están atrapados en las mismas mentiras que me contaron a mí cuando era más joven. Probablemente me estoy autoengañando, pero mejor estar en contra de la tauromaquia y ser carnívoro que ser un torero o ser cómplice de alguna manera de la mal llamada fiesta nacional. Educar a un niño en la violencia para que perpetúe una «tradición» tan cruel, tan inhumana, tan sangrienta, me parece propio de una sociedad realmente enferma. Lo más triste es que la tauromaquia no es lo peor que existe. La producción animal es aún más aberrante, pero permanece aún oculta y será mucho más difícil de erradicar. Por cada toro que muere en la plaza, hay millones de animales que mueren en mataderos, después de llevar vidas horribles. No puedes mirar a una vaca a los ojos y pensar que es distinta que un perro o un gato. La gente se escandaliza cuando ven a chinos despellejar y descuartizar perros en el festival de Yulin, pero permanecen indiferentes a la barbarie que se produce todos los días a unos pocos kilómetros de su casa, solo porque piensan que los cerdos y las vacas «son criadas para el consumo humano», y que necesitamos la carne para tener una nutrición equilibrada, probablemente una de las grandes mentiras más extendidas en todo el mundo. La ignorancia hace la felicidad, dicen. Y en este caso es totalmente cierto. Acabo con las palabras de un técnico de sonido de televisión, José Sepúlveda, testigo directo de lo que pocos se atreven a contar: En mi caso, que me ha tocado participar en el sonido de alguna retransmisión televisiva, siempre he comentado, que si en lugar de la mezcla de sonido de la banda de música, aplausos, bravos, olessss y demás... el sonido fuera el que capta el Sennheiser 816 (micrófono que capta a gran distancia y buena calidad) a pie de ruedo, donde se escucha perfectamente el sonido de la banderillas al entrar en la piel, los mugidos de dolor que da el animal a cada tortura a la que se somete... y además lo acompañáramos de primeros planos de las heridas que lleva, de los coágulos como la palma de una mano, de la sangre que le brota acompasada al latir del corazón o la mirada que pone en animal antes de que le den la estocada final, creo que el 90% apagaría el televisor al presenciar semejante carnicería a ritmo de pasodoble. Ojalá pronto vivamos en un mundo en el que respeto a la vida, el verdadero respeto universal, prime sobre todas las cosas.
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«El veganismo es en verdad la afirmación de que en donde haya amor la explotación debe desaparecer.»
- Leslie Cross, vicepresidente de la Vegan Society, 1951. Autora
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