Esta entrada es una mezcla entre mi vida personal y la experiencia que acumulé en mi vida profesional como veterinaria. Aquellos que ejerzan una actividad laboral que tenga que ver con la sanidad sabrán que no es lo mismo tratar a un paciente cualquiera en un día normal de trabajo que tratar a un familiar cercano. A los veterinarios también nos pasa. Pero ahora que soy vegana mi preocupación va aún más lejos: los animales no humanos no son solo «animales de compañía» que me traen los clientes a la consulta, sino personas con derechos e intereses propios. Uno de esos derechos es el derecho a la vida, y con frecuencia me he preguntado si los humanos podemos realmente decidir cuándo ponerle fin. Como buena escritora que soy, escribo estas líneas con una gata en el regazo. No es una gata cualquiera. He sido su tutora durante casi diecisiete años, desde que llegó a mi vida metida en una bolsita en manos de una de mis cuñadas, con unos tres meses de edad. La habían adoptado en una clínica veterinaria y me la traían como regalo. A mí no me sentó muy bien así de primeras, porque aún estaba en duelo por la muerte de otra gatita, aún muy joven, que yo compré a mi jefa en la tienda de animales en la que trabajaba. Esa gatita estaba enferma y mi jefa lo sabía, pero a ella no le importó descontarme una cantidad desorbitante de mi sueldo de ese mes, ya bastante precario para la época. Yo quería sacarla a toda costa de una fría jaula en la que sabía moriría sola si yo no hacía algo por ella. Pero volvamos a Kira, pues ese es el nombre que le puse a mi nueva compañera. Nunca me ha gustado poner nombre a los animales no humanos, pero bueno, es una costumbre y más que nada una cuestión práctica, algo hay que poner en su cartilla de vacunación para diferenciarla de otros gatos. Kira ha tenido una gran vida, al menos desde el punto de vista humano, no sé si sería igual desde el punto de vista felino. No ha conocido la calle excepto lo poco que yo le dejé explorarla, aunque durante los años que vivimos en casa de mis padres, tenía un amplio jardín más que suficiente para colmar sus necesidades territoriales. Kira tuvo la suerte de tener una humana veterinaria amante de los gatos, así que siempre tuvo a su disposición los mejores piensos y buenos cuidados veterinarios. Con doce años se le diagnosticó un linfoma intestinal y fue operada de urgencia. Nos dieron un pronóstico de vida de un año aproximadamente. Pero la gata Kira sobrepasó con creces esa fecha, y aun retirándole el tratamiento bajo mi responsabilidad, más o menos un año después de la cirugía, Kira seguía viviendo y haciéndose mayor al mismo tiempo que yo. No hemos tenido tanta suerte con los riñones. Ahora padece de insuficiencia renal crónica, y llevamos varios meses luchando contra la enfermedad. Dado que las crisis urémicas que tiene últimamente están empezando a producir síntomas neurológicos, creo que el momento de su muerte se aproxima, ahora de manera inexorable. Siempre he tenido algo muy claro: no quiero que Kira muera en una fría jaula de hospital, sino en su casa, a ser posible conmigo a su lado. Hasta hace poco me llegaba a plantear la posibilidad de que en último extremo le fuera aplicada la eutanasia. Yo ahora mismo no podría hacerlo porque no ejerzo y no dispongo de material ni medicamentos en mi hogar, como es lógico. Aun si trabajara, también dudo que pudiera hacerlo yo misma, tanto por razones personales como prácticas. Y si tuviera algún compañero dispuesto a hacerlo por mí, creo que no le dejaría, por varias razones. Una: yo no querría traspasar a otra persona la responsabilidad que yo misma acepté al adoptar a Kira. Dos: sé que si no es posible inyectar el eutanásico en la vena cefálica —que es lo más probable dado el estado físico de Kira— hay que inyectarlo por vía intracardiaca. Esté o no yo delante, no quiero que eso le suceda a Kira. Y tres: cuando trabajas para un compañero, las estadísticas demuestran que algo sale mal casi siempre, entre otras cosas porque te pones más nervioso. (Este último punto es broma en parte y responde a la Ley de Murphy, pero suele ser así). Pero, obviamente, si estoy escribiendo esto, es porque se hace necesaria una reflexión más profunda sobre la eutanasia. Antes de nada, ¿qué es la eutanasia? Etimológicamente el término proviene del latín euthanasia, que a su vez proviene del griego euthanasía, y podría traducirse como «buena muerte» o «muerte dulce». Investigando en internet, ya llama la atención que haya diferencias entre la eutanasia en humanos y la eutanasia en otros animales. Así, en la Wikipedia, encontramos estas definiciones: Eutanasia Eutanasia animal En este último caso sorprende que entre los métodos de «eutanasia animal» que causan mínimo dolor y estrés se encuentren la dislocación cervical (gatos) o el disparo (ganado). Me gustaría saber si también el disparo es un «método muy apropiado» para causar la eutanasia de humanos. Entre las razones para practicar la eutanasia en animales, figuran las que cito a continuación (y para más inri, incluyen al final una referencia a PETA, que no son precisamente un ejemplo a seguir respecto al tema que nos ocupa y en mi opinión deberían eliminar la palabra «ethical» de sus siglas): - Enfermedad terminal como el cáncer. Pero hoy no hablamos de especismo… He de decir que yo soy partidaria de la eutanasia en humanos, aunque será necesaria una estricta y cuidada legislación y posterior vigilancia para que haya garantías en su aplicación. Por tanto, también soy partidaria de la eutanasia en no humanos, siempre que no pierda su significado original, es decir, que sea un procedimiento solo reservado para aquellos casos en los que haya signos evidentes y objetivos de dolor en el individuo, además de cualquier otra condición patológica que sepamos es irreversible e incompatible con la vida. El problema es que, con demasiada frecuencia, en veterinaria la eutanasia acaba convirtiéndose en otra cosa… El principal escollo que nos encontramos en los no humanos, como muy bien señalan activistas como Luis Tovar, es que ellos jamás podrán darnos su consentimiento para hacerlo: La eutanasia no puede darse en el caso de los animales porque ellos no pueden darnos su consentimiento. La eutanasia —para no ser asesinato— requiere de una serie de condiciones y el consentimiento informado y explícito es una de ellas. Sabemos que los animales tienen un interés inherente en vivir pero no podemos saber que ellos eligen o prefieren morir en determinada circunstancia. Muchos humanos no aceptan la eutanasia incluso en las peores condiciones pensables, así que no podemos nunca dar por hecho que determinada situación de salud de un animal conlleva que sea aceptable matarlo deliberadamente de forma legítima. Yo misma reflexionaba en su blog que todo aquel que ha convivido con animales no humanos, pero sobre todo, nosotros los veterinarios, sabemos que aunque ellos no hablen y no nos puedan dar su consentimiento explícito, sí que contamos con algunos signos tanto físicos como de comportamiento que nos indican si nuestro compañero ya no quiere vivir más. Sin embargo, habría mucho que discutir aquí. Yo, como veterinaria, puedo detectar signos de dolor, puedo detectar síntomas que se corresponden a un deterioro de sus funciones cognitivas, por ejemplo. Puedo saber aproximadamente cuál es la gravedad de su enfermedad. Pero lo cierto es que, objetivamente, no puedo decir nada de su deseo de vivir ni si hay algún tipo de sufrimiento asociado. Cuando hablamos de sufrimiento, los humanos nos solemos referir con frecuencia a una sensación psíquica completamente subjetiva que no tiene por qué ir ligada a un dolor físico. Los propietarios de mascotas —con los que he tratado mayormente en un entorno clínico— tienden a humanizar a su perro o gato mucho más que aquellos de nosotros que hemos adoptado el veganismo, a pesar de que muchas veces se nos ataque por esto. Los veganos respetamos los Derechos Animales y reconocemos su valor inherente, sabemos que tienen unos intereses propios que no tienen por qué coincidir con los nuestros. Somos conscientes de que los no humanos tienen capacidad de razonamiento, pero simplemente, no podemos saber de qué naturaleza es ese razonamiento ni si ven la vida igual que nosotros. Los propietarios de mascotas enseguida proyectan su propio sufrimiento y sus propios deseos en sus animales no humanos. Lo hagan conscientemente, o lo hagan inconscientemente, con la mejor de sus intenciones, es muy probable que si le diagnosticas un cáncer a su perro y les comunicas que la única opción es un tratamiento largo y costoso sin garantías de que se cure completamente, los propietarios te dirán que lo eutanasies porque no quieren que sufra. Y lo peor es que por lo general los veterinarios tenemos que acceder a hacerlo. Va con el sueldo. Sin embargo, con la cantidad de analgésicos y otros medicamentos que hay disponibles ahora mismo en veterinaria, es bastante fácil evitar el dolor físico en un individuo que necesite cuidados paliativos. Así que me pregunto si estos propietarios en realidad lo que quieren evitarse es su propio sufrimiento. No es fácil, lo sé por experiencia. Pero ahora que el veganismo me está enseñando a pensar mucho menos en mí misma y mucho más en nuestros compañeros no humanos, me doy cuenta de que no podemos decidir por ellos. Y ellos demuestran en numerosas ocasiones que son capaces de luchar por la vida mucho más que nosotros. Los veterinarios sabemos que los gatos son especialmente resistentes a las adversidades, y cuando les das una oportunidad, siempre te sorprenden. Es el caso de la gata Kira. Llevo años tratando de asumir que pronto morirá, pero el tiempo pasa y ella sigue luchando día tras día, con menos del 25% de su función renal. Si yo hubiera sido uno de esos clientes que, o bien no tiene presupuesto para gastar en su gata, o bien no está dispuesto a pasar por una cirugía de importancia con alto riesgo de mortalidad y recidiva del tumor (en este caso linfoma), posiblemente hubiera pedido la eutanasia. Sin saberlo, confiando en el pronóstico de otros casos de linfoma intestinal felino, habría acortado la vida de mi gata en nada menos que cinco años. Y ahora la situación es parecida. ¿Puedo afirmar que Kira sufre? Ni mucho menos. La insuficiencia renal crónica no es una patología que produzca dolor físico. Cuando le suben los niveles de urea y creatinina en sangre, estos tóxicos pueden llegar a afectar al sistema nervioso central, y durante ese tiempo Kira siente náuseas, mareos, desorientación. Se deshidrata, no quiere comer ni beber, y si se tambalea al andar, prefiere tumbarse. Todos estos síntomas son incómodos para ella, sin ninguna duda, y posiblemente no entiende lo que le pasa. Pero ella no sabe que va a morir. Soy yo la que lo sé. Soy yo la que sufre a su lado porque no puedo hacer nada más por ella. Y me rompe el corazón contemplar cómo su cuerpecito se va degradando lentamente y su carácter no es el mismo. Pero no, tampoco soy partidaria, como otras personas, de hipermedicalizar a los moribundos y mantenerlos sus últimos días bajo vigilancia médica constante, alargando innecesariamente su vida. Siempre he pensado que todos deberíamos morir en la cama de nuestros hogares, con la mayor lucidez posible, y rodeados únicamente por nuestros familiares y amigos. Creo que si la mayoría de la gente no hace esto es porque tiene miedo a la muerte. Yo no le tengo miedo. Por ello voy a hacer todo lo posible por que mi gata muera conmigo en paz, no atravesada por agujas subcutáneas e hinchándola de suero, sabiendo que eso no le va a curar la insuficiencia renal, sino solo prolongar su agonía unos pocos días más, sin poder moverse dentro de un transportín o dentro de una jaula en un hospital veterinario. Por muy grande que sea esa jaula, estará con extraños que por muy cariñosos que sean, seguirán siendo extraños. Y quizá incluso se piense que la he abandonado.
Si yo acompañaría a mi abuela hasta el final, dándole la mano y susurrándole palabras de afecto, no veo por qué no debo hacerlo en el caso de Kira, en lugar de agarrarme a una excusa tipo «su calidad de vida ya no es buena para un perro» (porque no está contento, no mueve la cola, no viene a saludarme, no juega, no come, no se levanta, tiene mirada triste) y creyéndome que le hago un favor si pago al veterinario para que «le duerma» (eufemismo de «asesinato», ya que es una muerte sin consentimiento). ¿No querría él permanecer también con nosotros hasta el último suspiro? No obstante, entiendo que todos los casos no son iguales. No estoy juzgando aquí a nadie por tomar ciertas decisiones o por no haber hecho lo mismo que yo. Como mucho, solo lanzo una invitación a reflexionar sobre la vida y la muerte de los miembros no humanos de nuestra familia. Si como veganos debemos tener el mismo respeto hacia todos los individuos que comparten con nosotros el planeta Tierra, tal vez deberíamos ser más cuidadosos y pacientes a la hora de decidir cuándo poner fin a su vida. No les tratemos como cosas que ya no nos sirven en cuanto sufren un accidente o contraen una grave enfermedad. Y si no tenemos recursos o no nos vemos con fuerzas para enfrentar tales situaciones, simplemente, no adoptemos animales no humanos.
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«El veganismo es en verdad la afirmación de que en donde haya amor la explotación debe desaparecer.»
- Leslie Cross, vicepresidente de la Vegan Society, 1951. Autora
Veterinaria y vegana. Una difícil combinación en los tiempos que corren. Libro
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