He de reconocer que a pesar de ser veterinaria y tener algunas cosas en común con los médicos, siempre he odiado los hospitales de medicina humana, y eso que por cuestiones de salud propia apenas los he tenido que pisar. Siempre tuve muy claro que no quería curar humanos, sino al resto de animales, y por eso, a pesar de que pude elegir y todos soñaban con que me convirtiera en médico, yo opté por ser médico de animales no humanos. Por fortuna, la atmósfera que se respira en los hospitales veterinarios no tiene nada que ver con la de los hospitales humanos. Pero la vida te hace acercarte con frecuencia a la muerte, esa que muy pocos quieren mirar de frente, esa de la que nadie quiere hablar. Y a veces te ves obligado a pasar más tiempo del que desearías en ese ambiente de olor especial a desinfectante, en ese recinto de paredes frías e inmaculadas donde se respira sufrimiento, dolor, desesperación, angustia y hasta miedo por un futuro incierto. Nadie pronuncia la palabra temida, pero está ahí flotando entre las partículas infecciosas que forman parte de esa atmósfera. A finales del mes de agosto mi padre fue operado de urgencia por una hernia diafragmática. Resumiendo mucho, tenía el estómago rozando el corazón, y después de colocarle todos sus órganos en su sitio, su capacidad respiratoria quedó bastante perjudicada. Por unos días en los que toda la familia también contuvo la respiración, mi padre estuvo realmente entre la vida y la muerte. Mi rutina diaria se vio alterada y por eso me pasé cerca de un mes sin conexión a internet. De lunes a viernes, mientras mi padre estuvo en la Unidad de Vigilancia Intensiva, yo estuve viviendo con mi madre, para llevarla en coche a las dos visitas diarias y ayudarla con los quehaceres de casa. Como soy la única vegana en mi familia (sin contar a mi pareja), tuve que adaptar mis comidas, sobrevivir, que se dice, en un entorno hostil. Y como soy vegana activista, aproveché las horas muertas entre visita y visita para acabar de leerme Eternal Treblinka, libro que empecé hace ya meses cuando empecé a investigar las obras que había sobre veganismo. Por ello he decidido dividir esta entrada en dos partes: una primera dedicada a la alimentación vegana (más bien a cómo ser vegana sin morir en el intento) y una segunda al holocausto animal. Como además de ser vegana me interesa la nutrición saludable, observo constantemente lo que hay a mi alrededor. Observo mucho. Por ejemplo, contemplo tristemente la oferta de las máquinas Vending que hay a la entrada de la UVI. Sé que empieza a haber iniciativas saludables en algunos lugares, pero me temo que aún van a tardar en llegar a los hospitales públicos. Me produce una sensación rara saber que en la sala de espera muchos de los familiares de los enfermos ingresados no dudan en consumir productos de estas máquinas, como refrescos azucarados, chocolatinas o bollería, adquiriendo muchas papeletas para acabar sufriendo las mismas enfermedades que han llevado a sus familiares al hospital, como diabetes o problemas cardiovasculares. Es como un círculo cerrado: malos hábitos de alimentación --> problemas de salud --> hospital --> te dan de comer porquerías --> más problemas de salud --> vuelta al hospital --> muerte. Eso sí, nos gastamos millonadas en producir medicamentos para paliar los síntomas de esas enfermedades que nosotros mismos nos creamos por los malos hábitos. No me quiero poner en plan What the Health, pero esa es la realidad que te encuentras día tras día. Por otra parte, me alegro de que haya fruta en la tienda de regalos, incluso en la cafetería, aunque el menú deje mucho que desear y todas las ensaladas ya preparadas y cubiertas con plástico en el mostrador lleven atún o huevo. Es casi misión imposible comer vegano en esa cafetería, a no ser que le pidas al cocinero que te tunee algún plato. Menos mal que el único día que desayuné ahí pude hacerme con una barrita tostada con aceite y tomate (no era integral, pero en esa situación mejor no ponerse quisquilloso). Ningún día necesité comer allí, y para la merienda me llevaba un paquetito con nueces y dátiles. Aún así, yo soy una persona relativamente joven con hábitos saludables. No es lo mismo que un paciente en convalecencia con el estómago intervenido. Que la dieta del hospital incluya como postre unas natillas ultraprocesadas de una conocida marca, que apuesto a que ya tiene más azúcar que el que recomienda la OMS como dosis diaria, mientras oyes decir a una enfermera a un paciente diabético que es mejor consumir manzana que plátano o uvas porque estos últimos tienen mucho azúcar, ya tiene delito. Creo que me va a costar un tiempo superarlo. No hago más que recordar aquel dicho de Hipócrates, «que tu alimentación sea tu medicina», y después me echo a llorar al ver en qué se ha convertido la medicina actual. Tal vez, después de todo, elegir veterinaria en lugar de medicina, me haya ahorrado algún disgusto. La siguiente fotografía es la que mejor refleja la que fue la comida de mi padre durante esos días. Que conste que no me quejo de su digestibilidad ni de su aporte nutricional, que seguro que era suficiente para alguien que no puede moverse de una cama. Me quejo de que ni siquiera le preguntaran si veía bien que el puré incluyera trozos de cadáveres de animales, y, como ya he dicho, de la presencia de productos lácteos poco naturales como las natillas. La fruta solo la vio en compota, y también era envasada. Pero la verdad es que mis preocupaciones sobre la dieta son lo de menos. Mis inquietudes filosóficas/trascendentales sí que dan un poco de escalofrío. Es triste comprobar que a la gente le suele importar un carajo si las magdalenas te van a llevar a la tumba, pero es mucho más triste observar la actitud general, el estado de la civilización que hemos creado. No queremos ni mencionar a la muerte, esa que flota en la atmósfera del hospital pero todos fingimos que no existe, el médico el primero. De hecho, incluso evitaron pronunciar las palabras «coma inducido» por no meter miedo en el cuerpo a la familia. A mí al menos se me hace gigante el contraste que existe entre el deseo de vivir, el miedo a morir o perder a alguien querido (sobre todo cuando es algo que nos afecta personalmente, claro, si no, a quién le importa) y la total indiferencia al sufrimiento y muerte de otros seres, cuyos cuerpos descuartizados y sanguinolentos vas a aceptar y consumir a la hora de la comida, en ese mismo comedor del hospital, como si eso fuera lo más normal del mundo. Bueno, en realidad, es lo más normal del mundo. Casi nadie repara en ello. Y por eso suelo repetir con frecuencia que vivimos en un mundo enfermo.
Hemos creado una cultura alrededor de la muerte de individuos inocentes. La mayor parte de las muertes en la civilización occidental se deben a enfermedades adquiridas por malos hábitos alimentarios, y gran parte de esos hábitos están relacionados con el consumo de productos animales. Ignoramos la existencia de los mataderos tanto o más que nuestra propia muerte, pero cuando llega el momento de enfrentarnos a esa enfermedad o a esa muerte bien que lloramos por cosas que pudimos evitar. No creo en el karma, pero desde luego me siento tentada a decir: y bien que nos lo merecemos… No, no hay castigos divinos en esta triste historia. Es la maquinaria que nosotros mismos hemos montado. Podemos detenerla en cualquier momento, solo se necesita voluntad para cambiar las cosas y crear un mundo vegano. Todo empezó en el siglo XIX, tal y como se describe en el libro Eternal Treblinka, lectura que recomiendo a todos aquellos que aún piensen que llamar holocausto animal a la situación que viven los animales no humanos en la actualidad es algo descabellado. Pero de esto nos ocuparemos en la siguiente entrada. ![]()
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«El veganismo es en verdad la afirmación de que en donde haya amor la explotación debe desaparecer.»
- Leslie Cross, vicepresidente de la Vegan Society, 1951. Autora
Veterinaria y vegana. Una difícil combinación en los tiempos que corren. Archivos
May 2022
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