Me duele tener que ser yo, como vegana, quien lo diga, pero lo hago para romper esa burbuja de pura fantasía que existe ahí fuera sobre lo que significa ser veterinario: nuestra profesión no se inventó para salvar la vida a todos los animales del mundo, ni tampoco es nuestra obligación ir por ahí rescatando a animales explotados o maltratados por sus propietarios. Muchos afirman que los veterinarios deberíamos cumplir nuestro Código Deontológico como si el juramento hipocrático de los médicos se tratara, sin ni siquiera conocer tal código. Bien, para la información de estas almas cándidas, un apunte: lo único que deja claro nuestro Código Deontológico es que los veterinarios estamos al servicio de la sociedad. Si la sociedad es especista, ¡oh sorpresa!, vamos a tener que servir a esa sociedad especista, nos guste o no. [Advertencia: nótese el tono irónico que utilizo en gran parte de este escrito, no sea que empiece a recibir mensajes insultantes de animalistas confundidos.] El Código Deontológico —suave, brillante y editado con esmero, qué delicia tenerlo entre mis manos— me llegó el otro día en el correo, junto a la revista del Colegio de Veterinarios de Madrid. Internamente lo agradecí, por varias razones. Una, porque muy pronto voy a comenzar mi propio proyecto empresarial y quería asegurarme de lo que puedo hacer y lo que no. Dos, porque hace veinte años, cuando acabé la carrera, se olvidaron de pasármelo. Y tres, porque en la parte de ética que nos dieron en cuarto o quinto curso se les olvidó mencionar algo relativo a los Derechos Animales y tengo la esperanza de que por fin van a rectificar… un momento, espera. También se les ha olvidado incluirlos esta vez, qué extraño… 🤔
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El pasado fin de semana me llegó una foto a mis noticias de Facebook que me impactó profundamente y me llenó de tristeza. Intento evitar dejarme llevar por mis emociones en mi labor de activista, pero en esta ocasión, simplemente, no pude. Hay ciertas prácticas que deben ser cuestionadas, y aunque sabía a lo que me exponía porque ya había sido testigo de las reacciones irracionales que suelen generar este tipo de publicaciones, decidí que, esta vez, no podía callarme.
La foto en cuestión es esta (la leyenda «Así no» es mía):
Desde que comencé a escribir mi blog y creé la correspondiente página de Facebook, he recibido varios mensajes privados de veganos que están pensando estudiar la carrera de veterinaria y me transmiten sus miedos y sus dudas a la hora de enfrentarse con la realidad especista que les aguarda. Como estamos a principios de año y es tiempo de optimismo y buenos propósitos, voy a darles una larga respuesta basándome en mi experiencia y una cualidad personal que espero no perder nunca, aunque me cueste: el idealismo. Aunque ya he hablado con anterioridad de mi (nefasta) experiencia en el mundo de la veterinaria, aclaro de nuevo que yo estudié veterinaria en la Universidad Complutense de Madrid, en los años 90 del pasado siglo. No sé si las cosas han cambiado mucho o poco desde entonces (sospecho que poco), y tampoco sé cómo funcionan las cosas en otros países, así que lo que yo diga aquí no tiene por qué seguir estando vigente hoy en España, ni tiene que ser igual fuera de ella. No estaría mal que estudiantes y veterinarios veganos de otros lugares del mundo aportaran su propia visión en los comentarios.
Yo comencé a estudiar veterinaria porque quería aprender a curar las enfermedades de los animales no humanos. Era tan inocente que pensaba que esa era la única razón por la que alguien desearía ser veterinario. No tardé en darme cuenta de que eso no se correspondía con la realidad, y aunque había muchos perrogatistas entre los estudiantes, como era de esperar, parecía que a nadie excepto a mí le afectaba la presencia de cadáveres en todos los rincones de la facultad: empezando por la cafetería, obviamente (como en nuestras propias casas) y acabando en las prácticas de Biología o Anatomía. En su defecto, también había animales vivos con los que practicar, que, todo sea dicho, de vez en cuando alegraba poder verlos, pero ni siquiera nos preguntábamos en qué condiciones vivirían. Durante el segundo curso comenzó mi lenta y excesivamente larga transición al vegetarianismo, y en tercero estaba ya tan deprimida que me planteé incluso dejar la carrera. Razones personales aparte, hoy creo que fue uno de mis futuros jefes el que definió mejor lo que debes hacer si quieres sobrevivir a la carrera de veterinaria y al deprimente mundo laboral que uno se encuentra después (no exclusivo de la veterinaria): crearte un callo en el cerebro. Es decir, construirte una defensa artificial para que tus acciones inmorales no entren en conflicto con tus principios morales. Creo que es lo mismo que tienen que hacer los soldados para matar gente del otro bando, aunque sepas que son exactamente como tú y a ellos también los han obligado a luchar por su país. No quieres hacerlo, pero lo haces a pesar del conflicto moral que eso genera en ti, y tratas de ignorar ese conflicto por cuestiones de supervivencia, a pesar de que a largo plazo esto tendrá consecuencias en tu salud mental. El veganismo avanza imparable. Tanto, que algunas grandes corporaciones se están dando cuenta de que si no quieren perder clientes tienen que cambiar algunos de sus métodos de producción. Yo estoy siendo testigo directo de la aparición de una oferta cada vez más variada (y rica) de yogures y otros productos lácteos vegetales que empiezan a copar el área refrigerada de los supermercados. Hablo de la marca Alpro, perteneciente a la Central Lechera Asturiana. Personalmente prefiero las variedades sin azúcar y así se lo manifesté, pero a todo aquel que le guste disfrutar de postres lácteos y no quiera participar en la explotación animal, ya puede hacerlo sin ningún problema. Incluso Danone ha anunciado recientemente que pronto tendrá una línea similar a la de Alpro. Aunque no sea una gran consumidora, no puedo negar que disfruto contemplando embobada frente a las estanterías las miles de combinaciones posibles de leche vegetal existentes ya en el mercado. Es señal de que algo está cambiando, y eso me produce una gran satisfacción interna.
Como veterinaria que soy, mis críticas van dirigidas con frecuencia a mis propios compañeros de profesión. Me es fácil hablar de mis propias experiencias, de lo que yo he observado después de trabajar unos cuantos años en el sector. Sin embargo, no lo hago porque este colectivo se merezca más reprobación que otros. A efectos prácticos, un veterinario no vegano no se diferencia en nada de otros profesionales no veganos: todos hacen su trabajo y se ganan la vida en una sociedad mayormente especista. Si queremos que no haya nadie beneficiándose de manera directa o indirecta de la explotación de los animales no humanos, solo hay una vía posible: educar en el veganismo. Aún no me he escindido oficialmente de la profesión veterinaria, a la que por suerte o por desgracia seguiré permaneciendo hasta que me muera. Por eso, de vez en cuando recibo en mi buzón la revista de la Organización Colegial Veterinaria Española (OCV). El último número comienza con un editorial que casi me produjo una úlcera gástrica instantánea. Para facilitar su lectura, la he transcrito más abajo. Esta entrada es una mezcla entre mi vida personal y la experiencia que acumulé en mi vida profesional como veterinaria. Aquellos que ejerzan una actividad laboral que tenga que ver con la sanidad sabrán que no es lo mismo tratar a un paciente cualquiera en un día normal de trabajo que tratar a un familiar cercano. A los veterinarios también nos pasa. Pero ahora que soy vegana mi preocupación va aún más lejos: los animales no humanos no son solo «animales de compañía» que me traen los clientes a la consulta, sino personas con derechos e intereses propios. Uno de esos derechos es el derecho a la vida, y con frecuencia me he preguntado si los humanos podemos realmente decidir cuándo ponerle fin. Como buena escritora que soy, escribo estas líneas con una gata en el regazo. No es una gata cualquiera. He sido su tutora durante casi diecisiete años, desde que llegó a mi vida metida en una bolsita en manos de una de mis cuñadas, con unos tres meses de edad. La habían adoptado en una clínica veterinaria y me la traían como regalo. A mí no me sentó muy bien así de primeras, porque aún estaba en duelo por la muerte de otra gatita, aún muy joven, que yo compré a mi jefa en la tienda de animales en la que trabajaba. Esa gatita estaba enferma y mi jefa lo sabía, pero a ella no le importó descontarme una cantidad desorbitante de mi sueldo de ese mes, ya bastante precario para la época. Yo quería sacarla a toda costa de una fría jaula en la que sabía moriría sola si yo no hacía algo por ella.
Algo se mueve en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid. Algunos estudiantes animalistas, sensibles hacia la explotación a la que son sometidos los animales que allí viven con fines de docencia y experimentación, están llevando a cabo diferentes iniciativas para que la Administración tome conciencia y actúe. A pesar de que me llenó de esperanza que por fin hubiera alguien lo suficientemente valiente como para hacerlo, creo que no se está poniendo énfasis en el verdadero problema: la propia utilización de esos animales, y no el trato que reciben en las instalaciones. Es necesario un cambio en el mensaje que se está dando si de verdad nos importan los Derechos Animales. Ya en mayo de 2016, alumnos de veterinaria exigieron a los responsables de bienestar animal una reunión para que les dieran explicaciones sobre el deplorable estado de los perros Beagle usados en las prácticas, como describe este artículo de El Confidencial. Como es habitual, el decano de la facultad, Pedro Luis Lorenzo, afirmó que se cumplía con todas las leyes de bienestar animal. Pero por lo que describen los alumnos, eso no parecía ser suficiente. En septiembre de 2017 se publica un segundo artículo en el periódico digital eldiario.es sobre el mismo tema. Más de un año después nadie había solucionado el asunto y los alumnos denunciaban presiones por parte de compañeros, porque sacar esto a la luz podría perjudicar su trayectoria académica y el prestigio de la universidad. Más alumnos se sumaron a la protesta. El artículo, si bien no llega a la raíz del problema, pone el dedo en la llaga en relación a algunas cuestiones: La normativa, según expertos en “bienestar animal” (un concepto ya de por sí poco concreto y muy desvirtuado), es ambigua y deja bastante margen al criterio del investigador. Por ejemplo, establece que los animales que hayan sido usados ya en al menos un procedimiento solo podrán serlo de nuevo en caso de que se cumplan una serie de requisitos: que la severidad real de los procedimientos anteriores haya sido clasificada como “leve” o “moderada”; que se haya demostrado la recuperación total del estado de salud general y de bienestar del animal; que el nuevo procedimiento se haya clasificado como “leve”, “moderado” o “sin recuperación”; que cuente con asesoramiento veterinario favorable, realizado teniendo en cuenta las experiencias del animal a lo largo de toda su vida. Además, la propia ley precisa que el órgano competente, en circunstancias excepcionales y previo examen veterinario, podrá autorizar la reutilización de un animal aunque no se cumpla el primero de esos requisitos. Ese animal no podrá haber sido utilizado más de una vez en un procedimiento “que le haya provocado angustia y dolor severos o un sufrimiento equivalente”. El problema es que son los propios interesados en esos estudios los que clasifican el procedimiento (por lo que tenemos dudas de que no puedan ser clasificados como “leves” procedimientos que no lo sean), y que se obvia la evidencia de que todo procedimiento provoca, cuando menos, angustia. Algún día me meteré a fondo con la profesión veterinaria. Por el momento no puedo dejar pasar un comunicado que ha publicado recientemente AVATMA (Asociación de Veterinarios Abolicionistas de la Tauromaquia y el Maltrato Animal) en relación al revuelo montado por el programa de Salvados sobre la industria porcina. Ese comunicado es uno de los mejores ejemplos actuales del mal que están haciendo las medidas bienestaristas en nuestro país. Y la postura que adopta la asociación es una de las mayores muestras de las continuas contradicciones que vivimos en nuestra sociedad respecto al trato que les damos a los animales. No sabía muy bien si dedicarle una disección completa al artículo porque es bastante largo y aburrido. Si he de ser sincera, me daba mucha pereza. Según lo leía llegué a la conclusión de que no merecía la pena: la postura de AVATMA frente a situaciones como la de la granja de El Pozo es la misma que la del programa de Salvados, que más o menos viene a decir:
«No estamos en contra de la industria cárnica, ¡no por Dios!, pero eso no quiere decir que debamos permitir que los cerdos sean tratados de esta manera. Y por ello debemos seguir apoyando medidas bienestaristas que no sirven de nada a los cerdos pero sí sirven para que los consumidores puedan dormir con sus conciencias tranquilas, para que los ganaderos puedan seguir explotando cerdos como han hecho toda la vida y para que los veterinarios del sector porcino puedan seguir ganando dinero gracias a los dos. Así todos contentos.» Como sé que repetir trescientas veces lo mismo no va a servir para convencer a veterinarios bienestaristas de que lo moralmente correcto sería dejar de participar de la explotación de seres sintientes, he decidido no diseccionar punto por punto el comunicado, pero no me he podido resistir a comentar algunos de esos puntos y también me ha dado pie para una reflexión más personal. El artículo de AVATMA se puede leer completo aquí: Análisis de AVATMA: Opinamos sobre el programa de Salvados «Stranger Pigs». |
«El veganismo es en verdad la afirmación de que en donde haya amor la explotación debe desaparecer.»
- Leslie Cross, vicepresidente de la Vegan Society, 1951. Autora
Veterinaria y vegana. Una difícil combinación en los tiempos que corren. Libro
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